De belleza monumental y simbolismo universal, los edificios de Louis Kahn son considerados obras maestras del siglo XX. Filósofo entre los arquitectos, buscó el ideal de un eterno presente, y lo encontró.
Texto: Natalia Iscaro (*)
Un tupido cabello blanco, fino, suavemente ondulado. Unos anteojos de marco negro y grueso. Un rostro de piel casi transparente, con cicatrices profundas del blanco de la leche. Un traje negro, camisa blanca y corbata negra con motas claras. El sujeto es de corta estatura (1,60 metros para se exactos) y camina a buen ritmo, por una calle cualquiera. La imagen es lenta: pertenece a una cinta antigua y se nota. El único sonido es la voz en off del hijo de este caminante: Nathaniel Kahn.
El joven rastreó el sentido de su existencia en la obra de su padre, Louis Isadore Kahn (1901-74), a lo largo de un documental que lleva el nombre Mi arquitecto: el viaje de un hijo (2003). Durante casi dos horas, este testimonio fílmico recorre la vida y obra de este célebre artista, y se proyectó en el Design Museum de Londres, como parte de la muestra Louis Kahn, el poder de la arquitectura, en 2014. La exhibición también incluyó maquetas, dibujos, fotografías y otras películas, así como un modelo de cuatro metros de altura del proyecto City Tower para Philadelphia (1952-57).
Hay que decirlo: Louis Isadore Kahn no construyó muchos edificios durante su vida. Sin embargo, su obra cambió el curso de la arquitectura. El instituto Salk, el museo de arte Kimbell, la biblioteca Exeter y la capital de Bangladesh, son ejemplos de su respeto por los materiales, y de su búsqueda por la simetría y el orden. Muchas de las personas que lo conocieron, afirman que buscaba la perfección y que, en sus obras, la luz guarda una conexión con lo sagrado.
Louis Kahn tuvo, además, una vida plagada de frustraciones y rechazos, de escasez y pobreza, de pasiones y desamores. Cuando finalmente le llegó el reconocimiento, le quedaban diez años de vida. Esta última etapa estuvo signada por clases y charlas por todo el mundo; donde lo requerían, él estaba. Este espíritu viajero y esquivo fue, quizá, lo que lo llevó a eliminar su dirección de su pasaporte. Así fue como, cuando falleció (en un lavabo de la estación de tren de Pensilvania, de un ataque al corazón), tardaron tres días en descubrir que se trataba de uno de los arquitectos más destacados de su tiempo.
UNA VIDA TUMULTOSA
Kahn dejó el mundo del mismo modo en que vivió en él, de manera turbulenta y enigmática. Nació en Kuressaare, una isla de Estonia, en el seno de una humilde familia judía. A los tres años, mientras se cocinaba cous en la estufa, cautivado por la luz, Louis corrió el recipiente, y las llamas lo alcanzaron y le quemaron la cara y las palmas de las manos. Su padre pensó que sería mejor que muriese, pero su madre argumentó que, gracias a ello, sería un mejor hombre.
Un año más tarde, y ante la posibilidad de que el padre de Louis fuera reclutado para la guerra ruso-japonesa, la familia emigró a Filadelfia, Estados Unidos. Durante sus primeros dos años en el país, se mudaron 17 veces. El joven se crió en Filadelfia, donde descubrió el arte y la música. Sus dibujos ganaron premios, y recibió monedas por tocar el piano en los cines de películas mudas. No tenían dinero para lápices, así que dibujaba con palos quemados en el patio; una señora adinerada le regaló un piano, pero como entonces no había sitio para su cama, el joven dormía sobre el instrumento.
En el colegio, los chicos se burlaban de él, y lo llamaban “scarface”. En 1920, ganó una beca para la Universidad de Pensilvania, y se recibió de arquitecto cuatro años después. Durante su época de estudiante, trabajó en el estudio de William H. Hoffman y Paul Henon Jr. como diseñador, y en el de John Molitor, donde llegó a ser jefe de proyectos como el del plan regulador de Filadelfia. En 1930, se casó con Ester Israelí, con quien diez años después tendría una hija, Sue.
Yale University Art Gallery, New Haven, Conneticut, Louis Kahn, 1951-53 © Architectural Archives of the Uni. of Pennsylvania. Foto: Lionel Freedman Yale University – Art Gallery – New Haven – Connecticut. Louis Kahn (1951/53). Foto: Elizabeth Felicella
Ya graduado, colaboró con otros arquitectos en obras residenciales, y en 1947, con la ayuda de su mujer, abrió su propio estudio en Filadelfia. Por esa misma época, llegaría la dirección de la ampliación de la Universidad de Yale, institución en la cual también dará clases. La docencia es una actividad que, hasta el final de sus días, lo llevaría en viajes incesantes. Era la época del acero y del vidrio, y Kahn tenía casi cincuenta años, pero aún no había encontrado su estilo.
En 1951, fue invitado a la residencia de arquitectura de la Academia Americana en Roma. Viajó por el mundo antiguo, y lo que vio cambió el curso de su vida. Pintó y dibujó construcciones antiguas, atemporales y monumentales. Cuando regresó, finalmente, sabía qué debía hacer: construir edificios modernos, que tuvieran la presencia y las mística de aquellas ruinas.
National Assembly Building in Dhaka, Bangladesh, Louis Kahn, 1962-83 Foto: Raymond Meier Library, Phillips Exeter Academy, Exeter, New Hampshire, Louis Kahn, 1965-72. Foto: Iwan Baan
En esa época, también, se involucró profundamente con una arquitecta joven que trabajaba en su estudio, Anne Tyng, con quien luego tendría a su hija Alex. “Encantador y carismático”, así lo define Anne en el documental de Nathaniel, y agrega que “él siempre decía que el trabajo es lo único con lo que se puede contar, pero nunca en las relaciones humanas”. Anne partió a Roma a tener a su hija en secreto, en una época en que ser madre soltera era un escándalo. Louis le escribiría muchas cartas durante su ausencia y, a su regreso, trabajarían juntos en la Casa Bath de Nueva Jersey, la primera obra que le permitió poner en práctica sus ideas antiguas.
Cuando Alex tenía tres años, la pareja se separó. Años después, en 1959, llegaría a su vida la paisajista Harriet Pattison, la madre de Nathaniel. Se conocieron de casualidad en una fiesta de Filadelfia, Louis tenía casi 60 y Harriet 32. Ella trajo la sensibilidad de la naturaleza a su obra. Su nueva amante trabajaba en el estudio, pero a puertas cerradas, por si aparecía la mujer de Louis, y nunca asistía a las inauguraciones de sus proyectos en común. Ella, sin embargo, se declara feliz por la libertad y el amor con el que trabajaban. Louis tenía 65 años cuando el Instituto Salk para estudios Biológicos, en California, se terminó. Entonces, afirmó que era el primer edificio con el que estaba realmente feliz.
Trabajador incansable, Kahn desafío a las ideas del modernismo y del postmodernismo. Su vida personal estuvo signada por su carrera profesional, y estuvo tan ligada a ella como desligada de sus propios ideales. En el documental de Nathaniel, los tres hermanos se reúnen en una vivienda diseñada por Louis. Asentados sobre una colina de Pensilvania, son dos volúmenes con base de piedra y, sobre ésta, madera clara. Las aberturas son generosas y, por dentro, las copas de los árboles son las cortinas que visten las ventanas. Sin embargo, Kahn nunca diseñó una casa para él mismo. Como afirma una de sus hijas, “su vida privada, probablemente, estaba tan alejada de su visión, que no había forma de que pudiera hacerlo”.
UNA OBRA ETERNA
Cuentan que Kahn tenía una alfombra en su estudio, y que la desenrollaba cuando estaba tan agotado, que ya no podía trabajar más, y para tirarse a descansar. Viajante imprevisible, su casa -probablemente- no fuera su hogar, pero sí su base: su esposa Ester fue la única constante en su vida, y lo acompañó desde sus 28 años, y hasta que falleció. El dinero nunca fue importante para él, era simplemente algo que estaba allí. Nunca negoció sus ideales por dinero; no poseía nada, y no creía en la posesión de nada. Cuando sus amigos acudían a su casa de visita, simplemente, se paraban frente al piano, y le pedían que tocara a Mozart o Bach.
Desde Ahmedabad, India –un destino al que Kahn fue muchas veces-, le escribió las últimas líneas a su hijo: “Tu padre no se siente como un héroe conquistador. Espero algún día poder enseñarte a ser mejor hombre del que yo fui”. Por entonces, proyectaba su modelo para la ciudad de Bangladesh. En India, trabajaba en el Instituto de Gerencia Hindú, invitado por un arquitecto llamado Doshi. Con él discutían sobre el arte y el silencio.
En Bangladesh, sobre un espejo de agua, los volúmenes del edificio parlamental y el complejo capital de Bangladesh se duplican. Se construyó a mano: cientos de trabajadores llevando cestos de concreto sobre sus cabezas, escalando andamios de bambú. Se tardó 23 años en terminarlo, y fue inaugurado en 1983, nueve años después de la muerte de Kahn. Por dentro, su belleza es tan embriagante como por fuera. Son volúmenes magnos con recortes en el material, que recuerdan a construcciones de la antigüedad. La fluidez y la alineación de los espacios es única. Es curioso: el proyecto más ambicioso de Kahn se realizó en uno de los países más pobres del mundo, sin la certeza de si algún día se terminaría.
“Cuando quieres dejar una presencia, tienes que preguntarle a la naturaleza”, expresó el arquitecto en una de sus clases abiertas en Yale. “Es importante honrar al material que uses, que lo honres en lugar de querer cambiarlo”, agregó. Desafortunadamente, su excesivo misticismo, su negativa a alejarse de sus ideas, su pasión extrema, su incapacidad para hablar la lengua de los negocios… Todo ello lo llevó a tener menos edificios de los que podría haber tenido; pero, a la vez, todo ello lo hizo quien fue.
En la era mecánica del modernismo, Louis Kahn fue un arquitecto distinto, un artista. “Una obra de arte no es algo vivo, pero te hace sentir vivo. Una obra de arte es lo que nos enseña que la naturaleza puede reunir a los hombres”, recita su voz en una conferencia de hace más de 60 años, aunque suene tan actual como entonces. “La arquitectura debe contener la medida del tiempo. Veinte o cincuenta años después de ser construida… sólo entonces podrás medirla. Es tan perfecta que, en el momento en que se realiza, su apariencia podrá diluirse, y probablemente lo haga, pero la espiritualidad permanecerá, y así entenderás la prueba del tiempo”. +
(*) Adaptación del artículo escrito por Natalia Iscaro y publicado en la edición #50 de Revista 90+10.